Don Amado

MA/2 de July de 2024/12:27 a.m.

Por: Guillermo Fiallos A.

Viajando en el tiempo, con la ilusión que provoca volver a vivir un pasado grato, deseo remontarme a principios de la década de los años 80 del siglo pasado. Estaba, de lunes a viernes en el aula 1 del edificio 2 –más conocido como Facultad de Derecho—en la UNAH; faltaban 5 minutos para las 7 de la noche. Los estudiantes conversábamos en aquella aula diseñada en forma escalonada, debido al terreno en el que se construyó.

Puntualmente y como siempre, entraba aquel señor alto, de caminar erguido y rostro serio. Se trataba del abogado Amado H. Núñez, quien impartía con envidiable destreza pedagógica, la asignatura Introducción al Estudio del Derecho.

En la Escuela de Derecho –en aquella época–, era costumbre referirse a los catedráticos por sus dos apellidos, por ejemplo, los abogados: Soto Tabora, García Bulnes, Espinal Irías, Cárcamo Tercero, Chang Castillo, etc. No obstante, al ilustre maestro de la clase mencionada, se le llamaba, solamente como: don Amado. Quizá, fue así, debido a que él era un formador insigne, rodeado de una aureola no solo de intelecto, sino también, de integridad y respeto.

Don Amado, era un referente para todo alumno que comenzaba a incursionar en la ciencia del Derecho. Un hombre sumamente ilustrado en materia jurídica, quien fue uno de los artífices del Código del Trabajo. Ejerció como secretario de Estado en varios gobiernos y siempre destacó por su sabiduría y ecuanimidad.

Mis padres se conocieron con don Amado y su esposa, hace muchas décadas atrás y me decían que siempre fue un hombre correcto. Y así se conservó hasta hace unos días que falleció, luego de una existencia longeva de más de 100 años.

Para quienes tuvimos el privilegio de tratarlo y más aún, de nutrirnos de su sabiduría legal; don Amado dejó un legado imperecedero, pues nos enseñó lo relacionado con la hermenéutica jurídica y; asimismo, a través de sus actos, nos mostró el buen conducir de un abogado, sin tacha ni macha, en el desarrollo profesional.

Y es que don Amado, dejaba fluir los conceptos del Derecho de una manera entendible, incluso, cuando mezclaba la filosofía de los grandes pensadores de la humanidad con la técnica jurídica. Fue un abogado: digno, íntegro, caballeroso y eficiente.

Alejado de los lujos y de las pompas sociales, vivió una vida austera, discreta y ejemplar tanto en su hogar como en el ámbito profesional. Miembro del Partido Liberal, al cual sirvió con talento y honradez. Nunca abusó del poder para su beneficio personal.

De esta clase de profesionales que incursionan en política necesita mucho el país. Lamentablemente, esta estirpe de hombres y mujeres ya están en periodo de extinción.

Lo recordamos, buscando estacionamiento en su auto sencillo marca Peugeot –el cual conservó por años—, para llegar a tiempo a impartir su clase.

Para terminar, deseo comentar una anécdota y rememorar así, la disciplina prusiana que tenía don Amado en el aula. Era una fresca noche y la plaza del edificio 2, estaba abarrotada de estudiantes que escuchaban la música y propaganda política, que llevaba a cabo uno de los frentes estudiantiles.

Como el aula quedaba al mismo nivel de la plaza, resultaba imposible escucharse unos a otros, pues era estridente el sonido que producían los altoparlantes. Don Amado llegó con su maletín rojo, paraguas negro y entró al aula. Inmediatamente, quienes estaban afuera de la misma, ingresaron a la velocidad del rayo y tomaron asiento. Cuando don Amado estaba ya frente al pizarrón para comenzar su exposición, se escuchó una voz proveniente de la parte alta y fondo del salón; un estudiante de pie con los cuadernos en las manos y listo para marcharse, casi a gritos le expresó –con actitud triunfal–, al maestro: “don Amado, no podemos recibir clase, pues no se escucha nada”.

Y he aquí la respuesta sorpresiva que brindó don Amado, quien tomó su barrita de tiza blanca y comenzó a escribir en la pizarra las siguientes palabras: “no pueden escuchar, pero sí pueden leer”; y así dio la hora de clases. Al llegar las 8 de la noche, guardó sus anotaciones en el maletín, tomó su paraguas, se despidió y se dirigió a su auto.

¡Ese era don Amado! ¡Qué Dios lo tenga en su Gloria, recordado maestro!