EDUARDO REY SIN CORONA

ZV/29 de June de 2024/12:39 a.m.

Julio Escoto, MA

Lo hago con frecuencia: me distancio sentimentalmente si la muerte atrapa a mis amigos, a fin de impedir que su avorazada ceguera me sume. Pues según leyendas antiguas venimos al orbe en grupos de almas contiguas, excepto que al cruzar el río Leteo del olvido se nos borra cualquier consistencia fraterna. Mi padre puede pasar a ser mi hijo en la nueva vida y yo matrimoniar a mi hermana pues ya no son sus cuerpos los que bajan sino espíritus, ajenos a la carnalidad. Edgar Cayce, el más sorprendente de los médiums modernos, enseñaba que las simpatías (o los iones del odio) que florecen de modo espontáneo entre los seres humanos tienen raíz en conocimientos previos a su acceso al mundo, quizás incluso en relaciones de existencias pasadas. Con todo y que la memoria se lava al regresar, en ciertos archivos cósmicos (akásicos) quedan huellas de aquellos encuentros y socialidades, quien sabe si pasiones, haciendo que se cumpla un dictum aceptado por las civilizaciones: el amor, en cualquiera de sus fases y facetas, no muere.

De allí que ocurran coincidencias entre personas e incluso sucesos inexplicables (se les nombra deja-vu). La ciencia atribuye a la emisión de energía íntima el que nos sintamos atraídos por otros seres, los llamados carisma y magnetismo, de los que alguna vez comprobé cómo emanan de ciertos individuos, incluso con fuerzas animales o ciclónicas, por veces desordenadas: Edén Pastora, Fidel Castro, José Emilio Pacheco, Gioconda Belli, Paul Engle… Ni duda de que Francisco Morazán fue uno de ellos.

Éramos casi de la misma edad cuando nos conocimos con Eduardo Bähr en la Escuela Superior del Profesorado, excepto que él de alumno y yo como profesor, y tengo entendido que su curso o promoción pidió a la administración que yo no les diera clase; era muy joven, quizás inexperto, creo que ni aún había obtenido mi Licenciatura, y ellos eran un grupo homogéneo y sobre todo con intensa aspiración de ir más allá del magisterio y sobresalir en el arte.

Incluso así se despertó entre ambos simpatía ya que explorábamos cada cual las impredecibles rutas del cuento. Él había ganado algunos certámenes estudiantiles y yo un segundo premio por tres modestos relatos aún ambientados en temas de la tierra (“Los guerreros de Hibueras”), siendo sin embargo el profesor español Andrés Morris ––a quien debemos homenajes–– quien nos hermanó. Morris ––otra personalidad activa y veloz, no exactamente carismática pero polémica y muy ilustrada–– comenzó por apoyarnos en aquello en que aparentemente destacábamos: Eduardo en la interpretación teatral y yo en la escritura. Al dúo sumó otra figura de talento, la del poeta yoreño Roberto Sosa, cuyos primeros textos leyó y encausó. Somos los hijos de su numen. Hasta ese instante, la década de 1960, éramos prospectos que prometían variar en algún grado la inclinación geoliteraria del país, como más tarde aconteció.

Compañeros de guerra
En 1969 hubo un suceso público que nos descentró, desubicó e iluminó. Descentró a la mayoría de hondureños pero a nosotros nos infectó con el inesperado virus de la imaginación, y que fue el conflicto armado de cien horas entre Honduras y El Salvador, mal llamada la “guerra del fútbol” pues, como testificaran posteriormente expertos analistas, en verdad lo que ocurrió es la primera contienda por asuntos territoriales y de migración en América.

No entraremos en ello por su enorme implicación y lo reduciremos a la experiencia personal. Tanto Eduardo como yo entendimos que se había vencido un eje del tiempo y que el marcaje de los sucesos obligada a romper la tradición y contemplarla desde otros y muy diversos ángulos narrativos, que son en su fondo explicativos. Navegábamos los dos en inauditas aguas confusas ya que la interpretación de los hechos se resistía al discurso razonable. La derecha empresarial acusaba a El Salvador de pretender conquistas territoriales, como fue, mientras que la izquierda, con que simpatizábamos, atestaba que la jugada toda era una estrategia del imperialismo para aplastar a los pueblos. Los gobiernos, decían, se han puesto de acuerdo en la batalla con el fin de aprovechar el estado de excepción y declarar la dictadura, gran y largo canallaje castrense nos espera. Eran las primeras horas del momento y los rumores (que alimentaban nuestra narrativa) cruzaban la república cual huracanes infundiendo miedo y, o, valor. El escritor Óscar Flores arribó a la Escuela Superior del Profesorado al siguiente día del primer ataque aéreo (14 de Julio) para ayudarnos a redactar el manifiesto patriótico de los maestros pero le pusimos dificultades. Descreíamos de la sinceridad de la verdad.

No sé si Eduardo pero yo pasé a integrar los cuerpos de vigilancia del Comité Cívico fundado para proteger las ciudades mientras los soldados estatales combatían en el frente o frentes (eran peligrosamente tres) y lo que vi en esos días me asombró tanto, me puso tanto en contacto con la verdadera personalidad del hondureño que fue un aprendizaje que jamás olvidé y que, obvio, se reflejó en mi escritura.

De pronto estaba yo inmerso en las sombras de Loarque (apagón nacional) atenazando en mis pupilas la oscuridad. Se me llamaba a filas ciudadanas, mi joven familia corría riesgos, el país podía desaparecer si se lo ocupaba militarmente, la República clamaba la defendiéramos. Y luego la experiencia del miedo verdadero, el terror real de que, por ejemplo, unos rumorados y expertos macheteros salvadoreños que venían en camino desde la frontera aparecieran a mediaciones sureñas de Loarque y nos trozaran; que el auto negro que con chinos espiaba la ciudad identificara nuestras posiciones y transmitiera al enemigo; que el anticuco rifle 0.22 de mi cuñado Agustín Córdova fallara y perdiéramos la guerra. Cierta tarde del día 16 cayeron sobre Sipile paracaídas que nos aprestamos a repeler pero era armamento ayuda del dictador nicaragüense Anastasio Somoza, compadre del militarote local. Perdíamos, perdíamos hasta que empezamos a ganar, tal es la locura bélica.

Eso se refleja sin disimulo alguno en “El cuento de la guerra” de Eduardo, cuya factura admiré desde el primer instante por su rapidez, efectismo narrativo, escasa descripción, diálogos abundantes y atmósfera trágica; me enseñaba a narrar desde la calle y las barricadas, la trinchera y los sustos primarios del corazón. En algún momento nos encontramos durante combativos mítines y lo felicité pero él se adelantó a decirme que Leticia de Oyuela le había mostrado mi libro de cuentos próximo a publicarse, “La balada del herido pájaro” (UNAH. 1969), y que él hallaba allí algo tan distinto que no sabría especular. Agradecí a pesar de que lo consideraba, hasta entonces, sólo autor en promisorio camino, pero es que eran tantas sus virtudes de simpatía y comunicación, de ausencia de las pendejadas políticas y clasistas típicas de Tegucigalpa, de los desrumbados aires de ciertos intelectuales que desmerecen el nombre de tales, que no pude sino sonreír natural. Su gracia y honestidad invadían.

Lo que pasaba en verdad era que nuestros libros (“El cuento de la guerra” y “La balada del herido pájaro” respectivamente) habían generado, sin querer, cierto choque generacional. Sin proponerlo terminamos poniendo de moda “lo urbano” en la narrativa nuestra, cosa que obliga a cierta explicación.

Y es que hasta esa década y con excepción de Arturo Martínez Galindo ––aventajado, adelantado–– la preferencia temática de los cuentistas hondureños era el campo, sus felicidades y tragedias, circunstancia obvia ya que hasta más o menos dicha época Honduras era mayormente rural y la literatura responde, bien o mal, a sus acondicionamientos históricos, que es decir culturales. Autores de fina pluma como Marcos Carías Reyes (“La heredad”) , Carlos Izaguirre (“Bajo el Chubasco, única novela nacional en dos tomos), Arturo Mejía Nieto, Víctor Cáceres Lara, Eliseo Pérez Cadalso, Alejandro Castro y otros valiosos intelectuales rompieron con el romanticismo y el modernismo y siguieron por décadas el cauce de la nombrada “literatura de la tierra”, a estilo de “Huasipungo”, “El mundo es ancho y ajeno”, “Canaima”, “Doña Bárbara” hasta culminar en “Los de Abajo” y las peripecias de la revolución mexicana, tan o mucho más crueles y sangrientas que las nuestras propias.

Pero de súbito dos imberbes logran que a fines de esa década (1960) el público lea sus textos y se motive contemplando en ellos su propia o similar vivencia humana, particularmente citadina, pero además de ello con cierta escogencia particular de caracteres atmosféricamente dislocados, turbios como somos en el fondo, y se produce una correspondencia, cierta identificación que ya habían perdido los escritores previos (excepto la poesía, que anticipa su renuevo) y que surge demográficamente de una joven generación mayormente urbana (del medio siglo, el Volkswagen, el anticonceptivo, la minifalda). Eduardo describe una fotografía del peñasco y yo pinto a un alucinado fotógrafo palestino; él a un rebelde incapaz de tirar una piedra, yo un sicario que peleó en la frontera y administra un yónker; mío es un loquito que concluye ahorcando a su protectora mientras que surge de su pluma un niño de la Montaña de la Flor; cierto personaje suyo es un presidente represor, el mío es corrupto.

Lo que hicimos, como se observa, fue “contemporaneizar” (¿o contemporizar?) la composición e ingeniar perspectivas frescas para el relato (ambos éramos de procedencia citadina). No nos lo propusimos, vino con los tiempos y alguna vocación social que practicábamos ya que en casi todos nuestros cuentos mana crítica política, insatisfacción del estado de las cosas y desengaño ante la conducción de la república. El cuento, pues, como arma de combate, ariete intelectual para transformar desde la mente del lector pero sin alienarlo hacia causas determinadas de acción sino de justicia y del más sencillo concepto de democracia, que es el de equidad entre los habitantes del planeta.

¿Nos hermanó la izquierda a ambos? Si, casi desde nacimiento, quizás desde nuestra primera propuesta literaria, siendo por ende antimperialistas y anticolonialistas, admiradores del espíritu de resistencia latinoamericano, desde Atahualpa a Camilo Torres y el Padre Guadalupe, más que hermanos del mundo. Con todo jamás alzamos la hoz y el martillo y no creo que Eduardo haya sido estalinista; su más pura hormona moral lo hubiera impedido. Quien nos lee verá que abogamos por causas, no por figuras ni partidos. Fuimos a lo mejor más éticamente cristianos de lo que pensamos.
A causa de ello se “nos acusa” de haber renovado la narrativa nacional, no sólo en contenido sino en forma pues ambos éramos obsesos lectores de los ingenios del boom latinoamericano y estudiábamos sus técnicas y habilidades, asimilábamos los avances y experimentaciones que los distanciaban de los maestros clásicos del continente (Asturias, ejemplo) e incluso íbamos más allá, hasta la exploración de sus raíces leyendo a Whitman, O‘Henry y la Generación Perdida de Dos Passos y Hemingway, que los habían inspirado. Eduardo prefería a Faulkner, Cortázar y Paz; yo a Donne, Steinbeck y Carpentier.

Nunca conversamos acerca de esa evolución estética impensada, jamás nos vanagloriamos de lo que ni siquiera habíamos intuido. Serían los críticos quienes nos ubicarían en dicha posición envidiable de innovadores, lo que sin embargo no nos generaba palidez ni rubor.

Compañeros en la paz
Me pesa no haberle expresado repetidamente mi admiración, o más veces por escrito, a veces los elogios molestan. La mañana de su sepelio me reveló uno de sus familiares que Eduardo se extrañaba de que se nos conceptualizara como personalidades destacadas en la literatura hondureña si él había compuesto una obra menos extensa que la mía, o no había trabajado novela. Me sorprendí y pensé qué chiflado, como si estuviera allí, si a las creaciones literarias no las califica el número de páginas sino la calidad, y la suya es de primer rango. Pude por suerte aludir a ello en la última ocasión en que nos encontramos, en el Festival de los Confines, cuando mi abrazo colega fue tan cálido como el respeto que le tenía.

Volví a percibir allí el atractivo de su jovial y densa intensidad teatral pues se desplazaba como compartiendo escenario con amigos, cual era. A esa edad debió licuársele el plasma sanguíneo en miel ya que era cariñoso con la niña que solicitaba autógrafos como igual con la maestra a quien había educado literatura en el colegio nocturno de la Escuela Superior cuarenta años atrás, espacio en que ensayábamos las primeras prácticas pedagógicas bajo mando de la bella Leisly Castejón y donde conocí a Nohemy, núbil esposa.

Se desenvolvía con sonrisas inventando chistes irreverentes y reverenciando al humor, encanto de que era maestro. Como había aumentado de peso hacía reír a los colegas declarando que se había achatado por los polos y abultado por el ecuador, similar a la Pachamama. Su paso era celebración, gozábamos alegres por ser fráteres ya que siempre en la vida, a pesar de adversas circunstancias y de viles felones que se propusieron lo contrario, conservamos amistades limpias y respetuosas, como se estila entre caballeros de buen decir y mejor amar. Me enviaba sus libros, remitía los míos y sin que sospecharan urgí al rector universitario de entonces, en 2022, que a él y Helen Umaña les otorgara el Doctorado Honoris Causa como agradecimiento de la patria académica por su imprescindible obra, aporte creativo y cívico valor. Silencio. Meses más tarde se nos adelantó y ascendió a la barca de Caronte.

Rey en la memoria
No todos los Eduardos fueron santos o reyes (los ingleses San Eduardo Confesor y Eduardo VI), obvio, pero Bähr consiguió coronarse soberano en las artes de contar. Aparte de sus peculiares virtudes humanas (humor, ironía, serenidad y sin embargo autoridad representativa en el escenario) majestuoso lo vi en “La miel del Abejorro”, de Andrés Morris, (1968) tratando yo de explicarme cómo una personalidad de tan orgánica humildad, que le nacía de dentro, pudiera a la vez ser impactante. Es que había él descubierto la fórmula de la noble juventud, cual es no rebajarse ante nadie, no ser soberbio con nadie, y que lo tornaba grata anima social. Además de haber conquistado el corazón de mil alumnas ya que entre sus méritos destacaba como fino profesor, apto siempre para encontrar nuevas motivaciones, secuencias para seducir al espectador, motivos para recordar.

Guarda mi memoria gratos recuerdos de Eduardo y su jovial amistad, casi inocente, más allá de los tiempos obligados del silencio en que por veces dejamos a nuestros cercanos y a nosotros mismos. Las que un alma grande escribe en nuestro corazón son letras imperecederas.

Fotografías inéditas y con permiso de Armando García (“Armándola”) para este texto.