LOS ENMANTADOS DEL PORVENIR Y DE LA LENGUA

ZV/2 de June de 2024/12:49 a.m.

(Discurso de incorporación como Miembro Correspondiente en la Academia Hondureña de la Lengua)

Por: Federico Díaz Granados

En 2023 la inmensa patria de la lengua española ha estado de fiesta celebrando en todos sus rincones el centenario de uno de sus hijos predilectos: Álvaro Mutis, cuyos recuerdos del río Coello, el reconocimiento desde el asombro de la llamada “tierra caliente”, el deterioro fosforescente que protagonizan sus poemas iniciales hasta las aventuras y viajes de su personaje, Maqroll el Gaviero, a través de las páginas de algunas de sus maravillosas novelas, llenaron de prestigio y belleza a nuestra lengua y contribuyeron a forjar el carácter y la sensibilidad de muchos lectores alrededor de toda la geografía cervantina. La obra de Mutis podría ser perfectamente un refugio, como también
lo podrían ser los versos del Siglo de Oro o de Juan Ramón Molina, José Asunción Silva, Juana de Ibarbourou o Dulce María Loynaz, ante la avasallante sociedad del vértigo y el ruido.

Nuestra tradición es una trinchera que nos pone a salvo de la barbarie contemporánea. Son aquellos versos que aprendimos en la infancia y las novelas y relatos que leímos emocionados los que nos arropan en el silencio y la verdad. Al menos intento hacerlo con mi tradición colombiana y latinoamericana, donde me siento siempre en una casa segura y familiar. Por eso, en esta efeméride del siglo de Álvaro Mutis he regresado con inocencia y compasión no solo a sus poemas cardinales, sino a sus relatos y novelas en los que personajes como Maqroll el Gaviero, Abdul Bashur, Ilona Grabowska, Flor Estévez, Jon Iturri y Warda Bashur son una síntesis de las emociones más entrañables y verdaderas de ser humano.

Al comienzo de La última escala del Tramp Steamer, el narrador (el mismo autor) relata, con su habitual maestría llena de imágenes y lírica, cómo contempla en el puerto de Helsinki, con el esplendor de las cúpulas doradas de San Petersburgo al fondo, la llegada de un carguero que parecía venido de otro tiempo llevando consigo “el color de la miseria, de la irreparable decadencia, de un uso desesperado e incesante”. Fiel a su obsesión por el paisaje de la ruina y el deterioro, Álvaro Mutis, se conmovió ante esa revelación de lo que podía ser su propio mundo:
“En ese instante, una solidaria y cálida simpatía por el Tramp Steamer empezó a nacer dentro de mí. Lo sentí como un hermano desdichado, como una víctima de la desidia y la avidez de los hombres, a las que él respondía con su terca voluntad de seguir trazando sobre todos los mares la deslucida estela de sus lacerias. Lo vi alejarse hacia el interior de la bahía en busca de algún muelle discreto en donde atracar sin muchas maniobras y, tal vez, al menor costo posible. En la popa pendía la bandera de Honduras”.

Aquella bandera y un letrero maltrecho que decía que el lugar de matrícula era Puerto Cortés devolvió por un instante a nuestro poeta la atmósfera y el clima de sus recuerdos esenciales, del centro de sus certezas y sus profundas nostalgias.

Pensar que esa bandera de Honduras, en aquel carguero oxidado, navegaba los mares del mundo y atracaba con mayor menor fortuna en los puertos escandinavos o en las glaciales aguas del Báltico o que arribaba a miserables puertos del Caribe o a los agitados mares del Pacífico. Imaginar que aquella gastada bandera golpeada por tantos vientos y tempestades en ultramar sería testigo de amores y exilios hasta acompañar al barco en sus ruinas por Kingston o el río Magdalena o naufragar en el delta del Orinoco es algo que confirma lo mucho que nos parecemos nuestros pueblos. A Mutis le recordó su “tierra caliente”, a mí me ratificó que somos parte de un mismo destino, sobre todo porque compartimos la maravillosa experiencia y aventura de la lengua.

Aquel barco, El Alción, representaba la ruina del mundo y se justificaba porque sería el escenario de los amantes que lo habitaban así transitara herido de muerte por aguas turbulentas porque siempre llevó consigo la decadencia, la podredumbre de sus maderas y el óxido de los hierros. No importaba esa ruina si allí se consumaba una historia de amor con su esplendor, despedidas y grietas porque la agonía del amor era la agonía misma del carguero hondureño. Desde la cubierta se contemplan los puertos del mundo y los destinos contrariados que nunca llegan, el olvido y el fracaso, la errancia y el abandono, la lejanía y el cansancio de los meta-les y de los corazones.

Esta mención a Álvaro Mutis y la bandera y matrícula de El Alción no es otra cosa que una tentativa de gratitud por este país que hoy me recibe con generosidad en su Academia de la Lengua. Estar acá es evocar a los poetas hondureños que pasaron por Colombia invitados a diferentes eventos y festivales y llevaron noticias de una poesía que nos era desconocida y que nos emocionaba cuando se nos revelaba. Recién nombrado director de la Biblioteca de los Fundadores del Gimnasio Moderno, tuve el honor de presentar al inolvidable Rigoberto y recuerdo su voz pausada pero firme leyendo cada uno de sus versos. Fue prolongado el aplauso que suscitó la lectura del poema De cómo el poeta Sabines me robó una novia.

De igual forma, estar en este recinto trae a la memoria a mi maestro Gabriel García Márquez. En el anecdotario de la literatura latinoamericana está aquella que relata que en septiembre de 1981 se encontraron más de doscientos intelectuales de todo el continente en el Encuentro de Intelectuales y Escritores Latinoamericanos en Casa de las Américas en Cuba. En la inauguración, cuando el poeta salvadoreño Roberto Armijo le presentó a García Márquez a los delegados de Honduras, Víctor Meza, Eduardo Bahr y Rigoberto Paredes, el creador de Macondo sonrío y dijo: “Estos hondureños son especiales; aquí tienen ya armada su propia casa: están las paredes, la mesa y el bar…”. Quince meses después, en el discurso “La soledad de América Latina”, al recibir el Premio Nobel de Literatura, Gabo mencionaría: “El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas”. Si esto es cierto o no, ya hace parte de las fábulas de nuestra América mágica, pagana y mítica; pero escuchar por primera vez la palabra Tegucigalpa en la voz de nuestro nobel la fijó para siempre en mi memoria y en mi destino que hoy me trae hasta acá. Ayer no pude comprobar si se trataba del general Morazán o el mariscal Ney, pero cumplí una cita en la plaza mayor con la memoria de nuestro mayor fabulador entre predicadores, pregoneros e hinchas del Olimpia.

Y cómo no incluir en este día de gratitudes al gran polígrafo Rafael Heliodoro Valle, fundador de esta insigne academia, quien nos reinventó a los hispanoamericanos la figura de Porfirio Barba Jacob, uno de los poetas fundamentales de nuestra Colombia herida. Fue don Rafael Heliodoro Valle quien se propuso la titánica tarea de reunir, catalogar y difundir todo lo relacionado con la vida y obra de este poeta maldito. Su empeño en recopilar la producción literaria y periodística, la correspondencia personal y las anécdotas del poeta nacido en Santa Rosa de Osos y cuya polémica personalidad y espíritu trashumante lo convirtieron en una de nuestras pocas leyendas literarias.

La publicación de la impresionante bibliografía de Porfirio Barba Jacob ordenada por doña Emilia Romero de Valle y publicada por el Instituto Caro y Cuervo a comienzos de la década de los sesenta fue un punto de partida definitivo para investigadores, académicos, biógrafos y lectores de su obra, y dicha compilación es hoy una referencia obligada por su minuciosidad y exhaustividad porque, como diría el mismo Valle en una conversación con el poeta antioqueño: “Barba Jacob será todo lo ignorante que él presume, pero su vida está siempre en combustión sobre los libros recientes, sobre las emociones vírgenes, esmaltándole sabidurías que acaso sean infusas, como las de la serpiente que estrangula con voracidad y le precipita las mieles de sus manzanas íntimas”.

Hace unos meses, el pasado 30 de junio en el Teatro Colón de Bogotá, la periodista hondureña Jennifer Ávila nos mostraba un país, un mundo, un habla y una realidad social en clave de poesía en su discurso de recepción del Premio Gabo 2023 como Reconocimiento a la Excelencia. Esa noche de fiesta dijo, entre otras cosas: “Mi niñez la jugué sobre una historia enterrada como las oxidadas líneas férreas de la Railroad Company, que se ven, pero se intentan negar. Algo pasa con la memoria en pueblos en los que todo se derrite. Sus vestigios están ahí, pero transfigurados, nos hablan, pero desde otro mundo. Como los rieles del tren, antes horizontales y ahora verticales sosteniendo las verjas de los jardines de mi ciudad” y más adelante agrega: “Los poemas de Roberto Sosa también me hablaron del mundo para todos dividido y más de alguna vez se los leí a algún enamorado que no tenía el más mínimo interés en los problemas de la sociedad escritos de manera hermosa […] yo tenía llena de poesía la cabeza, mientras en la iglesia se cantaban algunas canciones de los Mejía Godoy que celebraban una revolución en Nicaragua”.

La mención a Roberto Sosa en ese discurso me emocionó tanto y ratificó mi convicción del enorme poder de la poesía en la sociedad de hoy que esa misma noche supe que debía escribir algo sobre mi relación con la poesía centroamericana; y pocas semanas después, cuando recibí la feliz noticia de mi incorporación como Miembro Correspondiente en Colombia de la Academia Hondureña de la Lengua, no tuve ninguna duda de que mi discurso sería una reflexión sobre la poesía como destino de una lengua que compartimos y nos hermana.

Desde mi trastienda y tras bambalinas, siempre me ha preocupado identificar el verdadero papel que desempeña la poesía no solo en este tiempo, sino en su responsabilidad en la evolución y expansión del español. Nunca he dudado que han sido los poetas de ambas orillas del Atlántico los encargados de otorgarle una dignidad y estatura a la lengua. Cada uno, desde su geografía y con sus limitaciones y posibilidades, ha moldeado y enriquecido nuestro idioma, introduciendo innovaciones lingüísticas y expresivas y desde ahí han experimentado con las palabras y cuestionado las normas, la gramática y la sintaxis, forjando así nuevos significados que permitan que esta lengua viva se nutra y se adapte a las cambiantes realidades sociales y culturales.

El siglo XXI ha presentado desafíos significativos para la poesía. En un mundo dominado por las redes sociales, la inmediatez y la comunicación visual, los poetas se enfrentan a la difícil tarea de atraer la atención de una audiencia que parece estar cada vez más desconectada de la palabra escrita. Además, la globalización y la diversidad cultural han ampliado el horizonte poético, lo que plantea interrogantes sobre la identidad y la autenticidad en la creación poética. Así, los poetas se esfuerzan por encontrar nuevas formas de expresión que resuenen con las experiencias y preocupaciones de la sociedad contemporánea. La poesía en el siglo XXI no solo debe enfrentar los desafíos tecnológicos, sino también abordar cuestiones como la justicia social, la sostenibilidad y la identidad cultural.

Sin embargo, en la era digital, cuando los mensajes son cada vez más breves y simplificados, la poesía se encuentra en un constante desafío para mantener su relevancia en la sociedad y se enfrenta al reto de capturar la atención de una audiencia acostumbrada a la inmediatez y a la superficialidad, lo que demanda nuevas dinámicas y estrategias para conmover a nuevos lectores.

Dice el poeta Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, en su celebrado poema Un idioma:

Más constantes que el odio y la avaricia, más fuertes que el rencor y las prisiones, más heroicas que el sueño de un ejército, más flexibles que el mar,
han sido las palabras.
Esa elasticidad de nuestro idioma es también

su mejor forma de resistencia y su mayor fortaleza. El español es una ancha geografía donde las palabras adquieren una dimensión plástica en la que las cascadas suenan, las tempestades rugen y el calor se siente en las pieles gracias a las posibilidades que han trazado los poetas. Desde aquel “regreso de las carabelas” que significó el auge del Modernismo, la poesía modificó nuestra habla y nuestra forma de habitar una lengua. Si bien es cierto que el Modernismo nació en las raíces americanas, tuvo el privilegio de que sus autores crearon un nuevo acento desde los mitos precolombinos, los temas exóticos propios del trópico, y el colorido y musicalidad del hecho poético, alimentados en las fuentes francesas del Parnasianismo y el Simbolismo, de donde se incorpora el ideal puro de la belleza, el tema de la muerte y el desespero vital.

Posteriormente los vanguardistas exploraron múltiples maneras de correr la cerca hasta el infinito, donde cada palabra podía disponerse horizontal o verticalmente para definir todos los asuntos humanos y para ponerles las palabras precisas, espontáneas y misteriosas a cada emoción o reflexión. Pero de eso saben ustedes más que yo, que tienen a Juan Ramón Molina y tan cerca a Rubén Darío.
De tal manera, la poesía, cien años después de Trilce, de César Vallejo, o de Desolación, de Gabriela Mistral, o de Veinte poemas para ser leídos en un tranvía, de Oliverio Girondo, o de El soldado desconocido, de Salomón de la Selva, sigue escarbando en el inframundo del lenguaje para liberar a las palabras de sus jaulas y constreñimientos. Aquella poesía escrita hace tantas décadas, en un tiempo que hoy vemos en sepia o blanco y negro, nos sigue liberando del lenguaje tecnócrata que la sociedad capitalista nos quiere imponer en este presente tan confuso y distópico que vivimos. Es como si esos versos hubieran sido escritos ayer.

El año entrante se celebrará el centenario de la publicación de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, y será un pretexto para comenzar el conteo regresivo a la celebración del siglo de Residencia en la tierra, el libro que alteró para siempre nuestro idioma, en 2033. Así no solo reconfirmamos hacia qué puertos seguros o arriesgados nos ha llevado la poesía, sino que ratificamos que ha sido un destino luminoso para la lengua y la cultura y además un desafío que preserva las tradiciones, enriquece el lenguaje y refleja la identidad de una sociedad.

A través de la poesía, las culturas encuentran una voz y una forma de comunicarse con las generaciones futuras. Es un testimonio vivo de la evolución de las lenguas y las culturas y el vehículo de transmisión de los valores de los pueblos.

Sin embargo, es importante tener en cuenta que la relación entre la poesía y la lengua va en ambas direcciones. Si bien la poesía enriquece la lengua y la cultura, la lengua también influye en la poesía porque tiene sus propias peculiaridades y matices que afectan la forma en que se expresa. La disidencia que algunas veces propone la palabra poética permite cuestionar normas
y valores establecidos y proponer monedas de cambio que nos cohesionan como sociedad. Con esas mismas palabras que utilizamos para hacer el mercado o una diligencia burocrática; las mismas con las que conversamos con los amigos y acercamos los afectos familiares al combinarlas de determinada manera al compás de las emociones y la voz se convierten en poesía y las llenan de sentido y significado.

Esas palabras que llegan hasta nuestros días invictas y sobrevivientes al paso del tiempo y las tempestades sociales y que fueron pronunciadas por nuestros antepasados y nuestros muertos, la poesía las vuelve a poner en nuestros labios para que sigan transitando vigorosas a través de los siglos porque va más allá de la gramática y las estructuras convencionales del lenguaje. A través de figuras literarias, imágenes y ritmos, transmite las ideas y las emociones más honestas; y al inventar palabras, dar giros al lenguaje, aportar inflexiones y miles de posibilidades retóricas enriquecen y expanden la lengua.

Las palabras en una lengua materna llevan consigo la riqueza de la memoria colectiva y afectiva porque tienen una historia, un contexto cultural y emocional, que se transmite de generación en generación. Cuando utilizamos una palabra, estamos invocando todas esas capas de significado y experiencia acumuladas a lo largo del tiempo. Es como si al hablar nos pusiéramos en contacto con las voces de todos los que han hablado antes que nosotros, un legado que enriquece y da profundidad a nuestra lengua.

El cerco silencioso que asedia al poeta no es una barrera insuperable, sino una parte inherente de su viaje. La lucha por la libertad de expresión y la búsqueda de la verdad y la belleza son los pilares de la poesía. A pesar de los desafíos, el poeta persiste, porque su voz es esencial para la evolución cultural y la comprensión humana. A medida que continuamos celebrando la poesía, estamos contribuyendo a la corrección de errores y al avance de la humanidad hacia una comprensión más profunda de sí misma y del mundo que habita.

Volviendo a nuestro celebrado Álvaro Mutis, nos recordaba cuando recibió el Premio Reina Sofía, en 1997, que “cuando el último hombre que tenga que despedirse de este mundo al borde del caos, hará poesía sin saberlo porque invocará, antes de desaparecer, esas secretas fuerzas que nos han mantenido sobre el haz de la tierra desde el principio de los tiempos”. Allí está la voz, esa voz que siempre formulará preguntas cargadas de verdad humana y que llevará a que el hombre del futuro siga interrogando por el amor, la muerte, el tiempo y el viaje para definirlos desde su mirada inocente pero personal, única. Por eso la Inteligencia Artificial podrá responder a gran velocidad, pero todavía no hará esas preguntas que nacen del corazón humano llenas de compasión o certezas, miedos o tristezas.

Precisamente, Roberto Sosa pronunció una inolvidable conferencia en el Instituto Caro y Cuervo en Bogotá en agosto de 2001. Allí se preguntó: “Los poetas ¿quiénes son? Tengo por cierto que esos seres ingresan a este mundo ‘enmantados’. Los enmantados —reza el mito hondureño— nacen predestinados a hacer felices a los demás en detrimento de la felicidad propia. Esa ficción alegórica posiblemente se desprende del papel de guía material y espiritual del brujo tribal, poeta inmemorial, exégeta del alba humana”, y más adelante agrega: “La poesía, pues, a través del tiempo, portal de la palabra, ha contribuido a la configuración de la comunidad prehistórica de los seres humanos que han habitado y habitan la nave tierra”.

Esos “enmantados” de los que hablaba el poeta Sosa son los que siguen reinventando la lengua, refundándola en cada región y llenándola de una “Vida Nueva” porque representan una amenaza para el orden cultural existente y desafían las convenciones para cuestionar las estructuras de poder. En este sentido, el poeta es un agente de cambio, un revolucionario cultural que lucha por la libertad de expresión y la evolución de su sociedad. En conclusión, el poeta es, ante todo, un músico de la lengua que transforma y reconstruye la lengua materna y nacional para crear un lenguaje universal que conecta a la humanidad entera.

Antes de terminar este discurso quisiera hacer referencia a un momento en el que me proclamé hondureño: la noche del 23 de julio de 2001 no fue una noche cualquiera. Fue una noche llena de épica y poesía en la que toda Colombia fue por un instante Honduras. Fue la noche en la que en el Estadio Palogrande, de Manizales, la selección hondureña de fútbol derrotó por dos goles a Brasil. El segundo gol, de Saúl Martínez, en el minuto 94, fue gritado por todos los colombianos con fervor de patria y de honor. Era un homenaje a la poesía, a la sorpresa y el asombro. Honduras derrotaba a Brasil (equipo que un año después sería campeón del mundo) y lo eliminaba de las semifinales del torneo más antiguo del continente. Honduras había llegado a la Copa América que Colombia organizaba por primera vez como invitado de última hora ante la declinación de Argentina por supuestas amenazas. Eran días difíciles, como lo han sido todos desde nuestra historia republicana, y el entonces presidente de la Federación Nacional de Fútbol de Honduras, Lisandro Flores Guillén, aceptó la apresurada invitación resaltando que “al margen de lo futbolístico era una forma de que el pueblo hondureño contribuya a la paz y la alegría del pueblo colombiano”. Al final Honduras quedó tercero en el torneo al vencer por penales a Uruguay y su estrella, Amado Guevara, fue escogido como el mejor jugador del campeonato. Colombia se coronaría campeón por primera y única vez, pero para siempre quedará en la memoria aquella mítica noche en la que Colombia entera se llamó Honduras.

Hoy llego hasta acá desde Macondo, de un lugar que huele a tamarindo, a mangos, a almendros y a guayaba donde los indios Koguis desde la Sierra Nevada de Santa Marta intuyeron que antes que todo “Primero estaba el mar” y donde cuenta la leyenda que Francisco el Hombre le ganó un duelo de acordeón al diablo cantando el credo al revés. De aquel lugar vienen los poemas que escribo, de la tierra caliente de los relatos de Álvaro Mutis o del polvoriento pueblo de Cedrón de Respirando en verano, de Héctor Rojas Herazo. “Vengo de tan lejos como de un recuerdo”, dirían los delicados versos de Meira del Mar. De esa Santa Marta de todos mis ancestros, próxima a cumplir 500 años, donde Rodrigo de Bastidas hizo un pacto con el cacique de Taganga y de Bonda para fundar la “Perla de América”, ciudad que tres siglos después albergaría la muerte del Libertador, Simón Bolívar. Pero vengo también de esa patria en ruinas de la poesía de María Mercedes Carranza, del país “donde el verde es de todos los colores” de Aurelio Arturo, del país de los ángeles clandestinos en el valle del Sinú de Raúl Gómez Jattin y de la palma del Quindío, a la que le contó sus sueños un día el poeta Luis Vidales.

Hoy llego a Tegucigalpa, a ese “pinar de honduras” del que ya había escrito Barba Jacob, donde también escribió “hay alondras ciegas por las selvas oscuras”. Llego a Honduras en medio de un mundo roto, fracturado por tantas contradicciones y odios y por nuevas viejas guerras que vemos en vivo y en directo por televisión. Vengo acá a celebrar la amistad de todos, la amistad con don Víctor, con Rolando y con Frances y a partir de hoy con todos ustedes. Porque la poesía es la forma más bella de la amistad.

Así podría ser el fútbol con una selección hondureña en 2001 o aquellos versos de Paredes y Sosa, o descubrir a Juan Ramón Molina preparando una antología de poesía hispanoamericana. El Tramp Steamer ha regresado a su puerto, a su casa, y yo tan solo soy un mensajero cargado de postales y cartas de amor. Nos reconocemos como compatriotas en la lengua compartida y la poesía nos protegerá de una vez y para siempre del ruido y la velocidad. Vengo a celebrar a los enmantados del porvenir que son los poetas de nuestros pueblos que hacen parte de la misma patria, la de la lengua, de aquella que no tiene exilios, ni prisiones, ni mentiras.