Afinidades de Emilio Zola y Ramón Amaya Amador

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21 de junio de 2024
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Afinidades de Emilio Zola y Ramón Amaya Amador

¿Vuelven los oscuros malandrines del 80?

Por: Oscar Armando Valladares

Con la obvia salvedad de épocas y espacios geográficos, existe una acentuada afinidad temática en la novelística del francés Emilio Zola, propulsor de la corriente naturalista, y del compatriota Ramón Amaya Amador, periodista y escritor de izquierda, uno y otro fallecidos trágicamente: Zola, en su hogar parisino asfixiado por el óxido de carbono desprendido de una chimenea; Amaya, en un accidente aéreo.

A menudo se ha contrastado la obra de Emilio Zola con la de Honorato de Balzac, autor de la comedia humana, que abarca más de 100 títulos, retratos de la sociedad de su época, en que los tipos y caracteres de la burguesía, el clero, la aristocracia, la gente del hampa, son determinantes en su narrativa, la cual, aunque impregnada de elementos realistas, escasea en ella el sector obrero, sin menoscabo de la grandeza literaria de que goza quien fue un pantagruélico comensal. Zola, en cambio, miró a su patria con los dos ojos: penetró en minas, fábricas, centros agrícolas, mercados, teatros, casas de la burguesía, en pocilgas de los trabajadores; extendió su mirada sobre el fanatismo religioso, la injusticia y la explotación de hombres y mujeres, en las pendencias y vicios suyos.

Escritor avezado, fue a menudo blanco de la censura, por la crudeza “en lo que relataba y en la forma de relatarlo”. Crudeza, en todo caso orientada a un objetivo: mostrar las lacras, las arrugas de la época, para que fuesen subsanadas; identificar heridas sociales, a fin de que la sociedad, restañara la sangre de ellas. En nota suscrita por el novelista, se lee este aserto lapidario: “No hay otra esperanza que el pueblo”. Cuatro de sus libros llevan estos nombres: La ralea, El vientre de París, La tierra y La taberna. Escribió sobre la última: “He mostrado las llagas. Los políticos idealistas hacen el papel de un médico que receta flores a sus clientes agonizantes…Yo soy cual un escribano, que escribe y no saca conclusiones. Pero dejo a los moralistas y a los legisladores la tarea de reflexionar y de encontrar remedio. Si quisieran obligarme a sacar conclusiones diría que La taberna podría resumirse en esta frase: cerrad los lugares de vicio y abrid escuelas. El vicio está devorando al pueblo…Tendría que agregar: sanead los suburbios y aumentad los salarios. La cuestión de la vivienda es capital; los hedores de la calle, el cuarto estrecho donde duermen en promiscuidad padres e hijos, hermanos y hermanas, son la causa de la depravación en los arrabales. El trabajo abrumador, que aproxima el hombre a la bestia; el salario insuficiente, que descorazona, contribuyen a llenar las casas de tolerancia. Sí, el pueblo es así, pero porque la sociedad, el sistema, así lo quiere”.

Del amplio haber autodidacta de Amaya Amador, tres de sus obras vienen al caso: Memorias de un canalla, sobre un empleado bancario inconforme y ambicioso “deslumbrado por la grandeza ficticia de los ricos”; Cipotes, inspirado en las visitas que solía hacer a los lustrabotas arremolinados en el Parque Central, uno de cuyos personajes, Folofo Cueto, huérfano de 11 años, sufre las inclemencias y escaseces de la pobreza callejera con su hermana Catica, y Prisión verde, su más difundida producción que, tiene como es sabido de fondo histórico y relista: las condiciones opresivas del trabajador en los campos y barracones de las empresas fruteras afincadas en la Costa Norte; condiciones inhóspitas que el autor padeció, en Palo Verde y Coyoles Central, cumpliendo tareas de rociador de germicidas en las matas y racimos de banano por la presencia persistente de la “sigatoka”.

No tuvo las cualidades literarias del novelista francés, pero aferrado a una disciplina -sin lugar a vacaciones- logró ser el artife hondureño de la prosa social, dándole a esta un logrado carácter de relieve y dignidad.

Zola nació el 2 de abril de 1840 y dejó de latir el 29 de septiembre de 1902, a los 62 años de edad. Amaya Amador vino al mundo en la ciudad de Olanchito, el 29 de abril de 1916 y expiró el 24 de noviembre de 1966, en un viaje aéreo de Bulgaria a Checoslovaquia. Alcanzó a cumplir 50 años con la fe puesta en la revolución de los pueblos expoliados, fe en el pueblo que solía celebrar y aupar Ramón Oquelí Garay.

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